Quiero empezar este post con una oración por mi propia vida, porque esta guerra contra Satanás me ha dejado gravemente herido. Médico cúrate a ti mismo…

Salmos 118:17 No moriré, sino que viviré, Y contaré las obras de Jehová. 18 Jehová me castigó gravemente pero no me entregó a la muerte. 19 Abridme las puertas de la justicia; Entraré por ellas, alabaré a Jehová. 20 Esta es puerta de Jehová; Por ella entrarán los justos. 21 Te alabaré Jehová porque me has oído, Y me fuiste por salvación. 22 La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo.

Salmos 118:13 Me empujaste con violencia para que cayese, Pero Jehová me ayudó. 

14 Jehová es mi fortaleza y mi cántico, Y él me ha sido por salvación.

Los Guardianes de la Eternidad

En una ciudad moderna, perdida en el flujo de la rutina diaria, dos jóvenes entrenaban arduamente en un dojo apartado del bullicio. Sus nombres eran Gabriel y Miguel, y aunque desconocían su verdadero origen, llevaban dentro de sí un propósito mucho mayor de lo que jamás podrían haber imaginado.

Cada día entrenaban en artes marciales, perfeccionando sus habilidades con una precisión sobrehumana. Pero ambos sentían que algo faltaba. No entendían por qué, pero sabían que su entrenamiento no era solo físico, sino espiritual.

Gabriel, siempre metódico, sentía un profundo descontento con la fragilidad del ciclo de la vida y la muerte. ¿Por qué las almas debían ser arrastradas a un destino inevitable? ¿Por qué debían envejecer y perecer sin poder detener ese proceso? Miguel compartía sus inquietudes.

Ambos sabían que existía un equilibrio que regía el mundo, pero ese equilibrio no les parecía justo.

Un día, mientras se encontraban entrenando, fueron sorprendidos por una tercera figura. Era Ariel, un joven compañero que también entrenaba junto a ellos. Desde el principio, había demostrado gran destreza, pero siempre había algo en él que parecía desconectado, como si estuviera al margen de una realidad que Gabriel y Miguel aún no comprendían del todo.

Esa misma noche, tras un entrenamiento particularmente extenuante, el dojo quedó envuelto en un extraño silencio. Las luces tenues proyectaban sombras inquietantes sobre las paredes, cuando una brisa helada atravesó el recinto. Ariel, que hasta entonces había guardado silencio, se acercó lentamente a Gabriel y Miguel.

—Es hora de que conozcan la verdad —dijo, con una voz llena de un eco oscuro que no habían escuchado antes.

Antes de que pudieran reaccionar, otra figura apareció en medio del dojo, deslizándose entre las sombras. Era alta, encapuchada, y de su túnica oscura emanaba un aura maligna. La figura avanzó lentamente, y al acercarse, la capucha cayó, revelando un rostro que congelaría el corazón de cualquier mortal. La muerte tenía un rostro: una calavera con cuencas vacías y ojos ardientes, rojos como el fuego del abismo.

—Soy Gadriel, el Ángel de la Muerte —dijo, su voz resonaba como el eco de mil almas perdidas. Sus ojos, centelleantes y profundos, irradiaban un poder oscuro que parecía devorar la luz a su alrededor.

Gabriel y Miguel retrocedieron instintivamente, sintiendo que algo en su interior comenzaba a despertar. Al escuchar ese nombre, una chispa de memoria se encendió en sus mentes. No eran simples humanos. Eran ángeles reencarnados, enviados a la Tierra con un propósito que había sido oculto hasta ese momento.

—Ariel… —dijo Gabriel, dudando—. ¿Qué es lo que está pasando?

Ariel sonrió de una manera que les heló el alma.

—Mi verdadero nombre es Shemihaza —reveló. Los ojos de Gabriel y Miguel se ensancharon al oír ese nombre—. Fui yo quien sembró la muerte y el dolor en este mundo. Y Gadriel fue mi aliado en esta rebelión.

Ambos eran ángeles caídos. Shemihaza, el líder de la rebelión, y Gadriel, su cómplice, habían traído la muerte y el sufrimiento al mundo. Lo hicieron como una manera de retar al Creador, para imponer su propio orden. El ciclo de la vida y la muerte, con toda su miseria, no era algo natural. Era el resultado de su traición.

—Ustedes fueron creados para detenernos —continuó Gadriel, sus ojos rojos centelleaban con una maldad insondable—. Pero olvidaron su propósito al reencarnar en este mundo.

Gabriel y Miguel intercambiaron una mirada.

Todo tenía sentido ahora.

Ellos no habían sido enviados para proteger el ciclo de vida y muerte, sino para destruirlo.

Ese ciclo había sido impuesto por los ángeles caídos, y ahora, con su poder despierto, tenían la oportunidad de redimir al mundo, de poner fin al sufrimiento.

—No lo permitiremos —dijo Miguel, sus puños apretados, mientras sentía cómo su poder angelical volvía a él—.

Ni la muerte ni el dolor tendrán la última palabra.

El aire se tensó. La atmósfera se llenó de una energía palpable. Sabían que la batalla que estaban a punto de librar no sería solo física, sino una batalla por el destino del mundo. Gabriel y Miguel se colocaron en guardia, mientras Gadriel y Shemihaza avanzaban hacia ellos.

—Nos aseguraremos de que los justos vivan eternamente jóvenes y saludables —añadió Gabriel, con una determinación inquebrantable—. Y que los malvados reciban su castigo, envejeciendo sin poder escapar de su propio sufrimiento.

Shemihaza soltó una carcajada fría.

—¿De verdad creen que pueden enfrentarse a nosotros? —dijo, desenvainando una espada oscura que parecía forjada en las llamas del infierno mismo—. Hemos regido este mundo por siglos. La muerte es inevitable.

—No, Shemihaza —replicó Gabriel—. La muerte fue una imposición. Pero quien cava una fosa contra el justo caerá en ella.

Y así, comenzó la batalla.

El dojo se convirtió en un campo de combate fuera del tiempo y espacio.

Los golpes resonaban como truenos, y los movimientos eran rápidos como relámpagos. Gadriel luchaba con una furia inhumana, sus ojos rojos brillaban intensamente mientras lanzaba golpes devastadores con su guadaña, una manifestación de su poder mortal.

Shemihaza, por su parte, se movía con una gracia peligrosa, sus ataques eran precisos, oscuros y llenos de malicia.

Pero Gabriel y Miguel no eran menos poderosos. Ahora que habían recordado su verdadera identidad, cada movimiento estaba cargado de poder celestial.

Miguel bloqueaba los ataques de Shemihaza con una velocidad sobrehumana, mientras Gabriel esquivaba los cortes letales de la guadaña de Gadriel, contrarrestando con golpes precisos y poderosos.

El combate se extendió por lo que parecieron horas. El sonido de los golpes y las armas cortando el aire resonaba en el vacío del dojo, que se había transformado en un lugar donde las leyes de la física parecían haberse roto. Los ángeles reencarnados luchaban con una intensidad que desafiaba la comprensión humana.

Finalmente, Miguel vio una apertura. Shemihaza, confiado en su supremacía, bajó su guardia por un breve momento. Con una velocidad increíble, Miguel lanzó una patada giratoria que golpeó directamente en el pecho del ángel caído, enviándolo volando hacia atrás. Shemihaza cayó al suelo, herido pero no derrotado.

—Esto no ha terminado —gruñó, levantándose con esfuerzo.

Mientras tanto, Gabriel se encontraba cara a cara con Gadriel.

El Ángel de la Muerte, con su calavera sonriente y sus ojos rojos ardientes, levantó su guadaña para un golpe final. Pero Gabriel fue más rápido.

Con un grito de pura determinación, canalizó todo su poder en un golpe que impactó directamente en el centro del pecho de Gadriel.

El golpe resonó por todo el dojo. Gadriel vaciló, sus ojos rojos parpadearon y luego comenzaron a apagarse. La figura encapuchada cayó de rodillas, su guadaña cayó al suelo con un estruendo metálico. La calavera se agrietó y, finalmente, Gadriel desapareció en una nube de sombras.

Shemihaza, viendo a su aliado caer, intentó huir. Pero antes de que pudiera escapar, Gabriel y Miguel lo rodearon.

—El dolor que sembraste en el mundo ahora te alcanzará —dijo Gabriel, con calma, mientras Shemihaza intentaba retroceder—. Quién cava una fosa contra el justo, caerá en ella.

Con esas palabras, Shemihaza se desplomó. El dolor que había infligido en innumerables almas comenzó a consumirlo. El castigo que había evitado durante tanto tiempo finalmente lo alcanzó.

Cayó en un abismo de sufrimiento interminable, donde envejecía sin morir, atrapado en una espiral de agonía eterna.

Con la caída de Gadriel y Shemihaza, el mundo comenzó a cambiar. El ciclo de la vida y la muerte, impuesto por los ángeles caídos, fue destruido.

Las sombras que cubrían el destino de la humanidad se disiparon, y el tiempo, tal como había sido conocido, empezó a transformarse.

Las primeras señales del nuevo orden fueron evidentes en aquellos que habían sufrido bajo el peso del tiempo y la enfermedad. Las personas justas, que habían vivido sus vidas con integridad y compasión, comenzaron a experimentar una transformación milagrosa. Aquellos que habían envejecido, cuyas pieles se habían arrugado y cuyos cuerpos se habían debilitado, comenzaron a rejuvenecer. Las arrugas desaparecieron, los cabellos encanecidos volvieron a su color original, y las dolencias que les atormentaban se desvanecieron como si nunca hubieran existido.

Los ancianos volvieron a ser jóvenes, llenos de vitalidad y energía, como si el tiempo retrocediera en sus cuerpos.

Aquellos que habían estado postrados en camas por enfermedades incurables, cuyos cuerpos habían sido víctimas del sufrimiento físico, se levantaron. Sus huesos se fortalecieron, sus corazones volvieron a latir con vigor, y sus pulmones respiraron aire fresco sin esfuerzo. Las enfermedades desaparecieron en un suspiro, como si el dolor y la debilidad hubieran sido meras ilusiones. Los justos recuperaron una salud perfecta, una plenitud de vida que nunca antes habían conocido.

En los hospitales, los médicos y enfermeras, atónitos, presenciaban cómo los pacientes a los que ya habían perdido la esperanza de curar se levantaban de sus camas, sus cuerpos completamente restaurados. Niños, adultos y ancianos, todos sanaban de manera milagrosa. Las enfermedades más devastadoras, las que por siglos habían azotado a la humanidad, simplemente dejaron de existir en los cuerpos de los justos.

Aquellos que habían sufrido con discapacidades físicas desde su nacimiento, sintieron cómo sus cuerpos cambiaban. Los ciegos comenzaron a ver, sus ojos abiertos por primera vez a un mundo lleno de color y luz. Los sordos oyeron el sonido de las voces de sus seres queridos, y los paralíticos sintieron el milagro de ponerse de pie, caminando con una fuerza y coordinación que jamás habían experimentado.

No solo sanaron sus cuerpos, sino también sus espíritus. Los recuerdos de dolor y sufrimiento que habían cargado como un peso invisible durante toda su vida se disolvieron. En su lugar, una paz interior se asentó en sus corazones, una certeza de que el mal que antes dominaba el mundo había sido vencido. Los justos sabían que ya no tendrían que temer a la enfermedad, al envejecimiento, ni a la muerte. La eternidad les pertenecía, y podían vivirla en plenitud.

Las ciudades, que habían sido testigos de tantos lamentos, se llenaron ahora de cantos y celebraciones. Las personas que antes se arrastraban por las calles, encorvadas por el peso de los años, ahora caminaban erguidas, con el brillo de la juventud en sus ojos. Familias se reunían, asombradas por los milagros que veían a su alrededor, agradeciendo por la justicia que finalmente había llegado.

Pero, al mismo tiempo, aquellos que habían causado sufrimiento, los malvados que habían vivido vidas de injusticia y crueldad, experimentaban un destino completamente diferente. Sus cuerpos, antes vigorosos y saludables, comenzaron a deteriorarse rápidamente.

Envejecerían sin la liberación de la muerte. Las arrugas comenzaron a surcar sus rostros, sus cuerpos se debilitaban día tras día, mientras una sensación de desesperanza se apoderaba de ellos. El castigo que tanto habían temido, pero que siempre habían evitado, ahora era inescapable. Sus cuerpos seguirían deteriorándose, pero la muerte nunca llegaría a liberarlos del tormento.

A medida que sus cuerpos se deterioraban, el peso de sus acciones caía sobre ellos. Los recuerdos de las vidas que habían destruido, del sufrimiento que habían causado, se volvieron insoportables. Para ellos, el mundo se había convertido en una prisión sin salida, donde la vejez y la debilidad eran constantes, y el dolor era el único compañero que les quedaba.

Mientras tanto, Gabriel y Miguel observaban este nuevo orden con una mezcla de satisfacción y determinación. Sabían que habían cumplido su misión, que el equilibrio impuesto por los ángeles caídos había sido desmantelado. Ahora, como guardianes de esta nueva realidad, se aseguraron de que los justos vivieran eternamente en salud y juventud, disfrutando de una vida sin fin, mientras que los malvados enfrentaban el destino que ellos mismos habían creado.

El mundo había cambiado para siempre. La muerte ya no tenía poder sobre los justos, y el sufrimiento que había sido sembrado por Shemihaza y Gadriel había sido erradicado. La humanidad, al menos la parte que había seguido el camino de la justicia, vivía ahora en una realidad nueva, una realidad donde la vida era eterna, y el dolor era solo un recuerdo lejano.

Escrito por José Galindo y la IA ChatGPT.